Como en Supercurioso nos interesan los orígenes de todo, incluidas expresiones y usos actuales de cosas, mitos y creencias, decidimos investigar un poco por qué a las cigüeñas se las asocia tradicionalmente con la llegada de un recién nacido a la familia.
Rara avis
Curiosamente, la cigüeña es símbolo de cuidados maternales gracias a su comportamiento y anidación cerca de asentamientos humanos. La admiración de que ha sido objeto es literalmente ancestral: ya en el antiguo Egipto estaba asociada al jeroglífico Ba, correspondiente a alma. Los hebreos, por su parte, también la tenían en gran consideración y su palabra para designarla era chasidah, que significa bueno o misericordioso.
Una historia un poco más elaborada es la relacionada con los griegos y los romanos, pues estos pueblos hicieron leyes (que literalmente se refieren a las cigüeñas, “pelargos” para los griegos, y “ciconaria” para los romanos) que obligaban o incentivaban a cuidar a los más ancianos.
Comportamiento maternal
Debido a su monogamia, que dura toda la vida, y el hecho de que construye en pareja un gran nido para empollar y cuidar de los polluelos, ha sido tradicionalmente asociada a la maternidad.
En la mitología escandinava, que fue el lugar de Europa donde surgió esta leyenda, se creía que las almas de los niños aún no nacidos las llevaban estas aves, desde Iriy hasta la tierra, en primavera y en verano, para repartirlas luego entre las parejas humanas.
En el folclore alemán, cuando una pareja quería tener hijos sólo debía colocar dulces en el alféizar de las ventanas para avisar a la cigüeña de su deseo.
¿Pero por qué París?
Una razón “científica” sería que esta ave es migratoria, se aparea en Europa, el noreste y sur de África y sudoeste de Asia. Inverna en África, y al migrar hacia el continente europeo aprovecha columnas térmicas de aire que la impulsan hacia arriba, lo cual le permite planear en lugar del esfuerzo de aletear.
Pero una pareja de cigüeñas no lo hizo así, según la leyenda más extendida, sino que en lugar de ir a África se iban a una región cercana a la capital francesa. Y cuando volvieron a su nido, que casualmente lo habían construido en la chimenea de una casa donde una joven pareja acababa de tener un bebé, se corrió la voz de que ese niño lo trajeron las cigüeñas de París.
Algo rebuscado, sin duda. Y quien contribuyó de forma rotunda a que esta creencia se difundiera fue Hans Christian Andersen, con su cuento “Las cigüeñas”, recogido de los relatos populares y folclóricos del norte europeo.
Funcionó bastante bien hasta mediados del siglo pasado, pues era la respuesta perfecta a la eterna pregunta infantil: “¿De dónde vienen los bebés?» “¡Los trae la cigüeña de París!”.
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