Hoy en día, si pasas por delante de la fachada del convento de San Plácido en Madrid, te será imposible imaginar que al igual que ocurrió en Loudun en Francia, esos muros fueron testigos de uno de los peores casos de supuesta posesión diabólica en España. El escándalo y la lujuria rodearon el caso de las endemoniadas de San Plácido.
Escándalo y lujuria: las endemoniadas de San Plácido
Durante el reinado de Felipe IV, el convento de San Plácido, muy cercano a la Plaza de Callao en Madrid, sufrió un gravísimo episodio de posesiones diabólicas. En 1623 comenzó su edificación y al acabarse 30 monjas fueron a habitarlo viviendo bajo la regla de San Benito. Una forma de vida sumamente rígida y dura. En 1625 una de las religiosas empezó a sufrir convulsiones y desmayos. Además tenía visiones, blasfemaba y cometía actos sacrílegos. Sus hermanas asustadas dieron aviso al confesor, ya que por tratarse de un convento de clausura ningún otro hombre podía entrar en el recinto. Fray Juan Francisco García Calderón decidió que la monja estaba poseída y que necesitaba urgentemente un exorcismo. Se procedió a ello, pero no sirvió de nada. Contrariamente a lo que se esperaba no sólo no curó a la posesa, sino que 25 monjas más quedaron contagiadas y empezaron a sufrir los mismos síntomas: agresividad, visiones, blasfemias, sacrilegios, hablar por boca del diablo, herirse golpeándose contra las paredes y, especialmente, realizando gestos obscenos absolutamente impropios de una religiosa. Decían que el demonio se les aparecía en sueños, junto con otros personajes de igual catadura, y que las agredían de manera íntima. De las 30 monjas del convento 26 quedaron «endemoniadas».
El escandaloso asunto llegó a oídos de la inquisición y D. Diego de Arce, el inquisidor general, decidió investigar el asunto. D. Diego decidió que no existía la posesión diabólica y que el motivo debía ser otro. Fijó su atención en el confesor, Fray Juan Francisco García Calderón, que fue sometido a interrogatorio a base de tortura. En el tormento confesó que había mantenido relaciones pecaminosas con las monjas. El hombre fue condenado a prisión perpetua, en la que además tenía que sufrir ayuno y disciplina. Para solventar el problema las monjas fueron distribuidas por otros conventos y la priora desterrada.
Al parecer el convento de San Plácido estaba patrocinado por personajes relevantes de la corte de Felipe IV y a nadie le interesaba que el asunto fuera más allá. Hubo un cabeza de turco: el confesor. Como siempre en estos casos de posesiones colectivas, se ignora el origen del fenómeno, aunque se sospecha que el encierro obligatorio de estas mujeres, muchas de ellas jóvenes, pudo desencadenar los hechos.
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