¿Quién no ha visto una película del siglo XVIII y se ha preguntado por qué todo el mundo llevaba esas extrañas pelucas empolvadas?
La moda empezó a finales del siglo XVII, cuando Luis XIV de Francia, el rey sol, decidió empezar a llevar una peluca de rizos para esconder su incipiente calvicie prematura y así presentar un aspecto más solemne. De hecho, Luis XIV contaba con varios peluqueros (la leyenda dice que hasta 40) que diseñaban sus pelucas en la corte de Versalles.
Los nobles pronto comenzaron a imitar al rey portando estas pelucas llenas de bucles, aunque, por aquel entonces, aún no eran empolvadas. Como Francia era el país que dictaba la moda de Europa en esa época, el uso de las pelucas se extendió rápidamente al resto de las cortes del continente.
Más tarde, la nueva tendencia llegó a las mujeres, pero mientras que las pelucas masculinas eran blancas, las femeninas eran de colores pastel, como rosa, violeta o azul.
Las pelucas como símbolo de riqueza
Para ellas, la peluca era una forma de demostrar su riqueza, de manera que cuanto más elaborada estuviera, más rica era la mujer que la llevaba. Las clases sociales altas dedicaban elevadas cantidades de dinero a confeccionar pelucas con los materiales más caros (podían fabricarse con pelo humano, de caballo o de cabras) y a diseñar modelos extravagantes.
En este sentido, destaca la condesa de Matignon, en Francia, quien se dice que le pagaba a su peluquero Baulard 24.000 libras al año para que le hiciera un nuevo diseño de peluca todos los días.
Más tarde, fue Luis XV, quien impuso un estilo de pelucas más pequeñas para los hombres y el empolvado blanco o grisáceo. Las familias pudientes habilitaron un espacio para ello: el «toilette«.
Allí, se empolvaban diariamente con almidón de arroz o de papas. Los peluqueros, eran los encargados de esta labor para la que el noble debía cubrirse el rostro con un cono de papel grueso, para evitar quedar todo embadurnado.
Ventajas e inconvenientes
Sin embargo, el uso de las pelucas empolvadas además de ser una manifestación de estar a la última en moda, también tenía sus ventajas.
En aquella época, era común tener que recurrir a afeitarse la cabeza para impedir la aparición de pulgas, piojos y demás parásitos, que por la falta de higiene solían propagarse. De manera, que las pelucas ayudaban a tener un mejor aspecto.
Pero, las pelucas tampoco se libraban de manifestación de estos bichos que lograban anidar en ellas, por lo que se debían emplear varillas de materiales preciosos, normalmente marfil, llamados rascadores, para mitigar las molestias que provocaban.
No era para menos, las pelucas empolvadas de las mujeres llegaron a medir 50 a 80 cm de alto. Incluso, padecían dolores de cuello y de cabeza por tener que soportar tanto peso y algunos marcos de las puertas debían ser elevados para que pudieran pasar. Por supuesto, para entrar a su carruaje siempre tenían que agacharse para que no se les estropeara el peinado.
Por otra parte, se cuenta que María Antonieta experimentó creando las pelucas más altas jamás vistas engalanadas con alhajas, flores, pájaros, mariposas, vegetación, y demás decoraciones. Todas estas excentricidades fueron muy criticadas por el resto de la sociedad, que no le encontraba sentido a esta moda.
Robos de pelucas
El hecho de que muchas mujeres emplearan las pelucas para presumir de su poder económico, hizo que los robos de pelucas se volvieran habituales. Tal y como narra el escritor inglés, William Andrews, el modus operandi consistía en transportar a un niño sobre una bandeja para que procediera a robar la peluca rápidamente. Cuando el dueño se daba cuenta, un cómplice le distraía y le impedía avanzar.
A pesar de ser una moda extraña y un tanto opulenta, lo cierto es que hoy en día es imposible pensar en el siglo XVIII sin que las pelucas empolvadas se nos vengan a la mente.