Las penurias eran inacabables entre los miembros de la etnia Batwa a la que Ota Benga pertenecía. La discriminación racial los convirtió en blanco de la injusticia y la crueldad de quienes se creían superiores, por lo que gran parte de su pueblo fue arrasado.
Aunque Ota Benga logró burlar a la muerte en uno de esos encuentros, la vida le depararía un espinoso destino, marcado por la angustia. El joven congolés sufrió las más grandes humillaciones que un ser humano pueda experimentar, conduciéndole sin remedio al tan temido pozo de la desesperanza, del que jamás saldría.
Esta es su triste historia…
Ota Benga, el hombre exhibido en el Zoo del Bronx que acabó con su vida
La pesadilla de Ota Benga comenzó cuando el rey Leopoldo II de Bélgica envió a la Fuerza Pública, que funcionaba como una especie de milicia, para controlar a los nativos, a los bosques ecuatoriales del Congo Belga donde él residía. El lugar era un importante suministro de caucho, por lo que su gente fue asesinada para que, así, ellos pudieran apropiarse del valioso recurso.
Ota Benga sobrevivió al ataque, sólo porque en el momento de la masacre se encontraba de cacería. Sin embargo, su esposa y dos hijos pequeños no pudieron escapar del fatal encuentro. Desde entonces, se convirtió en un hombre solitario que más tarde sería capturado por comerciantes de esclavos.
En 1904, el joven congolés de 23 años, junto con otros ocho hombres, fue vendido a Samuel Phillips Verner, investigador y evolucionista estadounidense, durante una expedición con la que pretendía reclutar pigmeos de África para ser exhibidos en la Exposición Universal de Saint Louis, en la sección de antropología.
Según Verner, estos hombres de no más de un metro y medio de estatura y de tez oscura, eran salvajes primitivos, con una relación muy estrecha con los simios. De esta manera los presentaron al público, siendo Ota Benga la atracción principal.
Su aspecto no era común, lucía unos dientes tan afilados como cuchillas, consecuencia de una ancestral tradición de su tribu en el Congo. No obstante, quienes guiaban la exposición, explicaban que aquella dentadura servía para devorar a sus víctimas.
Como parte del show, además, le obligaban a exhibir los dientes y mostrarse salvaje a fin de complacer a la audiencia. Ahí, desde una jaula, el “eslabón perdido” como le hacían llamar, recibía burlas de los espectadores y maltratos por parte de quienes dirigían la abominable exhibición antropológica.
Dos años más tarde, Ota Benga fue enviado al Zoo del Bronx, en Nueva York, donde compartía refugio con los chimpancés. Comía y dormía con ellos. Pues, para el director del lugar, el evolucionista William T. Hornaday, el hombre se trataba de “el más antiguo ancestro del ser humano”.
La gente disfrutaba viendo cómo los cuidadores le daban un trato animal, incluso peor. También el público hacía su parte: lo lastimaban cuando podían, soltaban alaridos y se regocijaban al contemplar al desdichado hombre pigmeo ser víctima de sus humillaciones.
Ante lo absurdo, periódicos como el New York Globe y el New York Journal se pronunciaron y rechazaron que un ser humano fuera exhibido como bestia salvaje dentro de una jaula.
«Esas personas nada inteligentes o consideradas, han estado exhibiendo en una jaula de monos a un ser humano, un pigmeo africano. Posiblemente la intención era inculcar una profunda enseñanza respecto al evolucionismo. Pero en la práctica, el único resultado obtenido ha sido exponer al escarnio a la raza africana, la cual merece al menos la benevolencia y bondad de los blancos de este país después de toda la brutalidad que ha sufrido este pigmeo aquí.”
En 1906, la tortura de Ota Benga llegó a su fin cuando el clérigo negro James H. Gordon lo reclamó y lo llevó a un orfanato. Arreglaron sus dientes, le enseñaron a hablar inglés y lo vistieron con ropa americana para que pudiera integrarse a la sociedad. Incluso, una familia cuidó de él en Virgina, pero nunca dejó de añorar el lugar y la familia que le arrebataron.
Pese a la muestra de bondad que recibió al final de sus días, su alma ya se había quebrado. Le fue tan difícil acostumbrarse a vivir en la sociedad que tanto daño le había hecho, que a los 33 años, tras sufrir una fuerte depresión, robó un arma y se disparó en el pecho.
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