Demostraron su inagotable talento dejándonos maravillosas obras literarias. Pero es evidente que los personajes de los que vamos a hablar, ilustres e inmortales, no podían abandonarnos sin dejar una última muestra de su genio o su aguda ironía. Reflejo de lo que fueron son sus epitafios, que sorprenden y en ocasiones arrancan incluso alguna sonrisa.
Los epitafios más ingeniosos
Únicos hasta en la muerte, muchos dejaron escritas las palabras que debían grabarse en sus tumbas. Frases curiosas, llamadas de atención y hasta mensajes de lo más irónico. Cierto es que en ocasiones esas palabras realmente no son suyas, pero quienes las escribieron supieron reflejar de manera excepcional la personalidad del difunto ¿Tienes curiosidad? Empezamos.
Nuestro primer protagonista es un dramaturgo, maestro de la comedia y actor: Molière.
«Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que bien lo hace».
Así reza su epitafio. Y no murió sobre el escenario, pero casi.
Estaba interpretando su obra “El enfermo imaginario” cuando se sintió indispuesto. Enfermo de tuberculosis, el ataque de tos que sufrió hizo que se manchara de sangre el traje amarillo que llevaba. Molière fallecía poco después. Dejaba una superstición, la que dice que el amarillo es un color maldito en el teatro, y uno de los epitafios más curiosos de la historia.
Vamos con otro inmortal de la literatura, William Shakespeare. ¿Qué dice su epitafio?
«Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito el hombre que respete estas piedras, y maldito el que remueva mis huesos».
Lo escribió antes de morir y lo que pide en él tiene una razón: en su época era habitual sacar los cuerpos de las tumbas y quemarlos para poder reutilizar la sepultura. Está claro que el autor de «Romeo y Julieta» deseaba un descanso eterno sin sobresaltos.
Su ironía, rozándolo absurdo, no fue entendida en la época que le toco vivir. Enrique Jardiel Poncela, hoy figura reconocida de las letras españolas murió en el olvido y arruinado. Pero no perdió su agudo sentido del humor ni estando enfermo. ¿Qué quiso que pusieran en su sepultura? Una frase lapidaria:
“Si queréis los mayores elogios, moríos”.
El epitafio de Robert Louis Stevenson, autor de «La isla del tesoro», es un poema que compuso varios años antes de morir, aunque estando ya muy enfermo. «Réquiem» se llama el poema y encierra una rotunda orden:
«Bajo el inmenso y estrellado cielo, cavad mi fosa y dejadme yacer. Alegre he vivido y alegre muero, pero al caer quiero haceros un ruego. Que pongáis sobre mi tumba este verso: Aquí yace donde quiso yacer; de vuelta del mar está el marinero, de vuelta del monte está el cazador.»
«Aquí yace el poeta Vicente Huidobro. Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar».
No fue Huidobro quién lo escribió, sino su hija Manuela y su amigo Eduardo Anguita. Palabras que tienen su explicación, y es que el poeta quiso ser enterrado en una pequeña colina mirando hacia el mar.
Corto pero evidente, así es el epitafio del Marques de Sade:
“Si no viví más fue porque no me dio tiempo”.
El poeta americano Robert Lee Frost lo explicó de otra manera:
“Tuve una pelea de pareja con el mundo”.
Y casi a disculpa suena el de Emily Dickinson, un sencillo:
“Me llaman”.
Acabamos este peculiar recorrido con uno de esos epitafios capaces de arrancar una sonrisa. Claro, que si alguien se sintió aludido en su momento, tal vez no le hiciera mucha gracia. “Ya decía yo que ese médico no valía mucho”. Es el epitafio del genial Miguel Mihura. ¿A quién se referiría?
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