Si eres un amante del arte y, además, un apasionado de las tormentas, tu artista predilecto deber ser, sin duda, Joseph Mallor William Turner. Se le considera el pintor de la luz y el genio de los fenómenos atmosféricos, un artista a medio camino entre el romanticismo y el impresionismo temprano, que no deja indiferente a nadie.
En Supercurioso te hemos hablado de pintores que amaban las matemáticas como Alberto Durero, de escultoras que ensalzaban el mundo de las emociones como Camile Claudel, así que hoy queremos abrirte el sugerente mundo de las tormentas de William Turner.
William Turner y la naturaleza fuera de control
Su familia no era noble. Su padre fabricaba pelucas y su madre, una ama de casa, acabó tempranamente en un psiquiátrico por no poder superar la pérdida de su hija pequeña. Una compleja situación familiar de la que se apartó al irse a vivir con su tío muy cerca del Támesis, un escenario lleno de luces y matices, que encendió rápidamente su admiración por los contrastes atmosféricos y la pintura. Tal era su maestría y su arte con la acuarela que con 15 años, ya formaba parte de la Royal Academy of Arts.
A medida que Turner iba abriéndose paso con rotundo éxito y aceptación entre el público y la crítica, compartió méritos con otro joven autor que disponía de unas técnicas muy parecidas a la suya: era John Constable. Pero a pesar de que ambos era genios de la acuarela y de plasmar a la perfección fenómenos atmosféricos, Constable adoraba la naturaleza tranquila y sosegada, mientras que Turner, estaba fascinado con los fenómenos más salvajes, con las tormentas más intensas y destructivas, con los rayos, los incendios y ese dramatismo donde los juegos de colores fueran más rotundos y el impacto mucho mayor.
El día que Turner se ató al mástil de un barco
William Turner tenía un sensor casi instintivo para las tormentas. Sabía cuando iban a desencadenarse viendo las formaciones de las nubes y ese matiz, casi sobrenatural, de las luces cayendo sobre los bosques. Se cuenta en sus biografías que, estando en compañía de amigos en Yorkshire en 1810, se quedó en medio de un campo abierto mientras se desencadenaba una violenta tormenta. Se negó a moverse, debía captar cada instante y cada matiz para después, plasmarlo en sus lienzos. No le importaban los relámpagos estallando en el cielo ni esos rayos que caían en la lejanía alcanzando algún que otro árbol. Lo experimentado ese día, quedó reflejado en ‘Tempestad de nieve: Aníbal y su ejército cruzan los Alpes’, y que a día de hoy puedes ver en la Tate Gallery de Londres.
Pero lo más impactante sucedió una década después, sobre 1822. William Turner llegó a atarse al mástil del barco «Ariel» para ser testigo de una tempestad en medio del océano. Así permaneció durante casi cuatro horas, atendiendo cada instante, cada forma de las olas levantándose en crestas de espuma embistiendo el barco, en esas nubes hinchadas de oscuridad corriendo entre la inmensidad de la noche, batiéndose entre la lluvia y los truenos.
Esta anécdota fue relatada por el propio Turner durante muchos, muchos años, pero los historiadores nunca han dado auténtica veracidad a este comentario, ya que lo más probable es que intentara con ello llamar la atención y conseguir más efectismo en sus cuadros. Pero quién sabe, conociendo la pasión del artista por todos estos intensos fenómenos atmosféricos, es muy posible que llegara a hacerlo de verdad.
William Turner fue un hombre apasionado por su trabajo, un hombre temperamental que murió dejando una gran fortuna. Un legado económico que quiso ofrecer, en forma de fundación, a todos aquellos artistas que, en un momento dado, pudieran verse inmersos en la penuria. Porque la vida, como la naturaleza, está habitada también por luces y sombras entre las que intentar abrirnos paso.