El llamado «Monster study» o estudio del monstruo, fue uno de esos actos incomprensibles dentro de la investigación humana que, a día de hoy, sigue estremeciéndonos. Un ejemplo más de hasta dónde puede llegar el ser humano más carente de ética y lógica, amparado siempre por el supuesto bien de la ciencia y las ansias de conocimiento.

Lo ocurrido en Iowa a principio de 1939 hubiera pasado desapercibido si los sujetos de dicho estudio fueran adultos. Simples voluntarios que se hubieran ofrecido libremente al más infundado de los experimentos. Pero no fue así, el llamado «estudio monstruo» tuvo como principales sujetos experimentales a criaturas de entre 5 y 15 años.

Te lo explicamos a continuación.

Un estudio sin ética ni lógica: el «experimento monstruo»

Europa temblaba ya en los albores de una posible guerra, un conflicto que no afectaría a Estados Unidos hasta unos años más tarde. Pero podríamos decir que en aquellos meses de 1939 todo discurría con tranquilidad en el país, y no había nada, absolutamente nada, que pudiera justificar lo que se hizo en la Universidad de Iowa aquel año, sólo las ansias de curiosidad de un hombre.

Su nombre era Wendell Johnson, un patólogo del habla interesado en averiguar las causas de la tartamudez. Ésta era una época en la que aún se tenía la idea, por ejemplo, de que si un niño presentaba el clásico trastorno de espectro autista, se debía a una incorrecta educación por parte de los progenitores. Lo mismo sucedía con la tartamudez. ¿Cuál era pues la teoría del señor Johnson? Que si una persona era tartamuda o presentaba problemas del habla se debía claramente a un comportamiento aprendido y/o inducido en casa.

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El profesor Wendell Johnson, director del «Estudio Monstruo»

Seguro que ya intuyes cuál era el propósito de dicho experimento. Para llevarlo a cabo se ayudó de su mejor alumna en la Universidad de Iowa, la joven Mary Tudor, quien no puso objeción alguna a formar parte y a ser «mano inductora y ejecutora» de aquel estudio.

Se eligieron a 22 niños de entre 5 y 15 años de un orfanato. Niños sin familia y sin ningún amparo legal que les protegiera frente a lo que les iba a suceder. De hecho nadie preguntó tampoco en qué iba a consistir aquel estudio llevado a cabo por un patólogo del habla, sin ética ni remordimientos. ¿Y cuál era el propósito final de su estudio? Demostrar que si una persona era tartamuda era, precisamente, porque su educación así lo había inducido. Por unos progenitores que ponían claras barreras a que el habla del niño se desarrollara con normalidad.

Para dar pruebas de ello Wendell Johnson y Mary Tudor dividieron a los niños en dos grupos. El primero, a lo largo de 5 meses, recibían feedbacks positivos cada vez que hablaban, apoyando su buena expresión y fluidez. Los otros 11 niños, aquellos que tuvieron la mala suerte de pertenecer al grupo experimental de «castigo», recibieron como te puedes imaginar severos castigos, críticas y maltratos psicológicos cada vez que hablaban, desde enero de 1939 hasta mayo de ese mismo año.

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Los nefastos resultados del «experimento monstruo»

El estudio del señor Wendell Johnson no pudo ser más infructuoso. Los niños del grupo experimental «sancionador» no desarrollaron tartamudez. Quedaron marcados de por vida por graves trastornos de personalidad, por ansiedad, pánico, por comportamientos retraídos y, evidentemente, muchos dejaron de hablar.

Puede que te preguntes por qué se le conoce como «experimento o estudio monstruo». Fueron otros estudiantes de la Universidad de Iowa quienes le pusieron este sobrenombre sabiendo lo que llevaban a cabo. Y vistas las conclusiones, el profesor Johnson no se atrevió a publicar los resultados; si lo hacía, la propia universidad podía quedar en descrédito. Lo que sí se sucedió de modo inmediato fue la fuga casi instantánea de su mejor alumna: Mary Tudor, la joven que le había ayudado en el estudio.

Para nuestra sorpresa, lo ocurrido en dicha universidad no se hizo realmente público hasta el año 2003, cuando el «New York Times» hizo un completo reportaje sobre su historia. Cuatro años después, fue la propia Universidad de Iowa quien tuvo que empezar a pagar las indemnizaciones a todos aquellos niños. Un total de 925.000 dólares.

Algo injustificable y, sin duda, difícil de olvidar.

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