Puedes matar a un hombre, pero nunca a sus ideas… hace 418 años, el 17 de febrero de 1600, Giordano Bruno fue quemado vivo por orden de la Santa Inquisición, ante la mirada curiosa de cientos de personas que asistieron al Campo de las Flores, en Roma, para presenciar el horror. Era un visionario con ideas científicas y religiosas demasiado avanzadas para la época. De espíritu indómito y rebelde, prefirió convertirse en un mártir de la libre filosofía antes que renunciar a su conocimiento.
Giordano Bruno, el mártir de la ciencia
Mientras que las llamas consumían su cuerpo, Giordano Bruno no profirió ni un lamento. Así era el filósofo, escritor, teólogo, matemático y poeta italiano: inquebrantable.
Bruno o “el Nolano”, como le hacían llamar los conocidos en referencia a su Nola natal, se trasladó hasta Nápoles a los 15 años para congregarse a la orden de los dominicos, queriendo vivir tranquilamente como fraile y profesor de teología. Pero el carácter indócil de Giordano Bruno y su insaciable curiosidad, causaría agitación en el convento. Por gestos como quitar cuadros de vírgenes y santos, dejando solo un crucifijo, o impedirle a un novicio que leyera un poema dedicado a la virgen, fue denunciado a la Inquisición, de la que saldría airoso esta vez.
Continuó estudiando, a los 24 se ordenó sacerdote y a los 28, obtuvo una licenciatura en un convento napolitano como lector de teología. Sin embargo, la teología no era el único interés del dominico. A la vez, devoraba libros del humanista holandés Desiderius Erasmo de Róterdam, prohibidos por la Iglesia, e índices como «Los siete mejores descubrimientos científicos de la historia», que le hicieron entender la religión, el universo y la vida misma de manera contraria a las ideas de aquel entonces.
En consecuencia, fue excomulgado por hereje en 1575, pues vociferaba en una sociedad tan hostil con el libre pensamiento, sin que le temblara la voz, que el universo era infinito, repleto de mundos poblados por seres similares a nosotros. Sostenía que la Tierra giraba alrededor del sol, y no a la inversa como defendía la Iglesia, apoyándose en los escritos astronómicos de Nicolás Copérnico, quien también duramente criticado por algunos sectores religiosos.
Una mente brillante de creencia panteísta
La corriente de pensamiento de Giordano Bruno era demasiado atrevida y avanzada para el siglo XVI. Sin duda, un personaje controvertido que creía, entre otras cosas, que no existía diferencia alguna entre la materia y el espíritu, puesto que todos los objetos se componen de átomos que se mueven por impulsos. Es decir, a su juicio, la transmutación del pan en carne y el vino en sangre en la Eucaristía Católica carecía de sentido.
Era de esperar que las conversaciones que compartía con amigos religiosos se acaloraran enseguida. El rechazo de estos grupos le obligó a pasar la mayor parte de su vida errante, viajando de un lado a otro, para huir de los enemigos que se iba ganando en el camino. La Inquisición, en especial, se encontraba pisándole los talones a razón de las creencias panteístas de Bruno.
En sus viajes por Europa conoció a numerosos intelectuales, atraídos por sus ideas. En sí, la vida en Inglaterra y París transcurrió en calma, ya que gozaba de ciertas libertades intelectuales. Hasta que durante su estadía en Fráncfort recibió una carta del veneciano Giovanni Mocenigo, lo invitaba a regresar a Venecia para «recompensarlo por sus obras». Los amigos de Bruno al enterarse de esto, ya auguraban la tragedia. Le advertían que si ponía un pie en Italia encontraría una muerte segura, pero Bruno era un hombre obstinado y terco, ignoró las advertencias y acudió a su encuentro a finales de 1591.
Ahí, entre reuniones y agasajos, la estancia se prolongó hasta 1592 a petición de su anfitrión, quien solo quería ganar tiempo para entregarlo a la Inquisición… le había traicionado.
Giordano Bruno fue encarcelado durante siete largos años, marcados por torturas sistemáticas que se volvían cada vez más brutales. La Inquisición buscaba doblegarlo, pero el hombre que desafió a la jerarquía eclesiástica no cedió. Prefirió morir antes que retractarse por haberse permitido elevar la mente hacia mundos inexplorados, los cuales expandieron su conocimiento hacia más allá de los confines del dogma.
Habiendo aceptado su destino, el 4 de febrero de 1600 Giordano Bruno fue declarado hereje y condenado a morir en la hoguera, a esto sentenció:
«El miedo que sentís al imponerme esta sentencia tal vez sea mayor que el que siento yo al aceptarla».
Sus libros fueron quemados en la plaza de San Pedro y pasaron a formar parte del índice de Libros Prohibidos. Y las cenizas de este gran pensador reposaron en las aguas del río Tíber.