Es común, quizá demasiado común, escuchar la clásica frase socrática, el «Solo sé que no sé nada», en cualquiera de sus variaciones, quizá en un aula de clases, cuando el profesor busca la respuesta a algún acertijo, y el estudiante, perspicaz y altivo, le responde con la frase del griego y el aula estalla en risas. Pero si bien la frase de Sócrates ha trascendido en el tiempo, mucho menos conocido es el contexto en el que la dijo, fundamental si se quiere entender su verdadero significado. Hoy en Supercurioso nos dedicaremos a recomponer este contexto y a explicarte por qué probablemente estás usando mal esta cita, la más conocida de todas las Frases de Sócrates que nos han llegado.
¿Por qué estás usando mal la frase «Solo sé que no sé nada»?
Para empezar, hay que decir que nada de lo que sabemos de Sócrates nos proviene directamente de él, porque Sócrates nunca escribió nada, que se sepa. Repudiaba la escritura y prefería pasarse los días andando de aquí para allá, en plenos días del Ágora ateniense, practicando lo que luego se bautizó como la mayéutica, el arte de ayudar a parir ideas, expresión que le venía del trabajo de su madre, que era partera de hombres, lo que lo llevó a él a ser partero de ideas, cosas que, para un existencialista o un cartesiano, pudieran confundirse.
Ahora bien, ¿qué significa la frase «Solo sé que no sé nada»? ¿De dónde nos viene? Y, si Sócrates no la escribió, ¿cómo es que ha llegado hasta nuestros días? Casi todo lo que sabemos de Sócrates nos ha llegado a través de sus discípulos (término que no debe tomarse en sentido religioso), de los cuales el más conocido es, sin duda alguna, Platón, quien es reconocido como uno de los filósofos más importantes de la antigüedad, seguido por Aristóteles. Es en gran medida gracias a Platón, y a sus diálogos socráticos, que hoy no solo conocemos el nombre de Sócrates, sino que lo guardamos con recelo, como un santo laico para algunos profesadores de la fe en las academias. Un hombre, según se decía, feo, de nariz ordinaria, chato y tosco, pero de palabras hermosas y grandes preguntas. El mismo que acuñó la frase: «Solo sé que no sé nada», y que hoy en día se usa muy a la ligera.
1. Sócrates y el Oráculo de Delfos
El cuento va más o menos así, según dice Platón en La República. En Atenas había un gran oráculo, profeta o pitonisa, a lo que a todo cuanto se preguntaba daba respuesta, el Oráculo de Delfos, en cuya entrada se podía leer en el umbral: «Conócete a ti mismo», en griego antiguo, claro, no en castellano. Aquel oráculo era consultado por los atenienses con gran entusiasmo, iban sabios y no tan sabios, justos e injustos, gobernantes y gobernados, y todos aquellos que eran parte del demos, el pueblo griego, conformado, sobre todo, por hombres, padres de familia y poseedores de tierras y medios económicos: los verdaderos ciudadanos atenienses.
Pues bien, resulta que un día un hombre sabio, picado de curiosidad o envidia, fue a parar al oráculo con una duda un tanto peculiar. Llegó hasta allá y preguntó: «¿Cuál es el hombre más sabio entre los atenienses?», pregunta que no era poca cosa, pues, en aquel entonces, Atenas era considerada la más avanzadas, al menos en términos de sapiencia, de las ciudades griegas, por lo cual preguntar eso era lo mismo que preguntar quién era el más sabio entre los hombres del mundo, o, al menos, entre los no-bárbaros (aquí puedes descubrir quiénes eran los bárbaros). El oráculo no dudó: «Sócrates», sentenció. Y aquel hombre se quedó pensando en ello, y aquel se lo contaría a otro, y aquel otro a otros tantos, y Sócrates sin darse por aludido, sin saber que un oráculo lo había señalado como el más sabio entre los hombres y sin siquiera pensar en no saber.
2. Más allá de una declaración de ignorancia
Pues bien, la voz, no podía ser de otra manera, llegó a Sócrates, y la gente empezó a preguntarse por qué aquel era el más sabio entre todos los atenienses, aunque dotes verbales no le faltaran y costase escapar a sus preguntas. Y Sócrates no escapó a la duda, así que se fue a andar solitario, como le gustaba, con sus chanclas raspando la tierra, la toga meneándose con el viento y sus dudas al aire, preguntándose: ¿Cómo es que yo soy el más sabio de todos los hombres, si nada sé? ¿Cómo es que yo, entre todos, soy el sabio, si todo lo ignoro?
Y vio entonces a lo lejos, por donde andaban los sabios con su sapiencia, y se dijo: «Aquellos tampoco saben, pero creen que saben», y allí estuvo la respuesta a su pregunta. Él, que no sabía, al menos sabía que no sabía, mientras que los grandes sabios creían saber, aun sin saber, lo que le daba a él una ventaja, el poder decir: «Yo solo sé que no sé nada», lo cual no era una simple confesión de ignorancia, sino un saberse ignorante, lo cual lo hacía sabio entre los hombres que ni siquiera ignorantes se sabían, pues en su no saber podía encaminarse al saber real, pero aquellos que ya creían saber, aquellos que se sentían completos en su sabiduría, no podían sino quedarse en su estancamiento.
Ahora ya sabes de dónde viene y qué significó el «Yo solo sé que no sé nada», y por qué esta frase socrática ha pasado a la historia, así como aquella otra, «Daría todo lo que sé por la mitad de lo que ignoro», al saber que la bastedad de su saber era un pedazo ínfimo frente a todo lo que no sabía, y que hasta nuestros días nos ha hecho cuestionarnos a nosotros mismos con sus palabras. Déjanos un comentario con todas tus impresiones. ¿Conocías el origen de la cita «Sólo sé que no sé nada»? ¿Sobre qué otros filósofos te gustaría leer? ¡Tendremos en cuenta tus aportaciones!