El tema de las hechiceras, brujas, maléficas, encantadoras, adivinadoras, curanderas, sibilas, pitonisas (y una asombrosa y larga lista de sinónimos) ha sido siempre polémico, angustioso, injusto, y cuando menos, interesante. En este sentido, a lo largo de la historia, sobre todo en la Edad Media, se le ha dado una enorme importancia a esta figura femenina, respetándola y temiéndola, al punto de catalogarla como hija o esposa del demonio. Es en esta última dirección que apunta nuestro post de hoy, qué hacían para enterrar a las brujas y por qué.
3 formas de enterrar a las brujas en la Edad Media
Sabemos que las brujas existen desde que el ser humano levantó la vista hacia el cielo y miró a su alrededor, maravillándose de la naturaleza; conforme se establecían las ciudades, y con ellas las reglas, las leyes y las nacientes religiones, diversas personalidades sociales se perfilaron como importantes: el jefe, el sacerdote, el médico. Las mujeres, claro, y de acuerdo a la región donde vivieran, asumían más o menos libremente algunas funciones –sin embargo, es notable la constante discriminación que se advierte en todas las culturas a lo largo de la historia–.
Lo que es muy apreciable es que cuando algo iba mal, los ojos se volvían inmediatamente a los hechiceros o sacerdotes en busca de ayuda o, al contrario, para culparlos de todos los males. Si era mujer, la cosa podía ser bastante peor.
Al Occidente arribar a la Edad Media (siglos V-XV), con la institucionalización del cristianismo como religión oficial del imperio sacro romano de mano de Constantino, se fue dejando de lado –y luego demonizando y criminalizando– todas las demás prácticas religiosas y de culto que arrastraba consigo la sociedad. Recordemos que aquélla no era una sociedad uniforme, estaba compuesta de muchos pueblos y muchas religiones.
Sabemos que todo imperio necesita un idioma, una religión y una misma cultura para reconocerse y expandirse mejor, aunque no necesariamente tenga estos tres factores juntos.
Para el imperio romano de occidente, y bizantino, o de oriente, el común denominador fue el cristianismo, y en virtud de esto, se promovió activamente desde la cúpula la creación de Tribunales de la Fe, o los tribunales inquisitoriales, encargados en un principio de vigilar la buena conducta de las gentes y el cumplimiento de los dogmas. Con el tiempo ganarían un poder extraordinario, y estos tribunales se convertirían en crueles espacios de sufrimiento para las personas acusadas de brujería (bien es verdad que hubo muchos hombres señalados de brujos, pero la mayor cantidad de acusaciones recaía en mujeres, uno de los segmentos más vulnerables de la sociedad).
También sabemos lo fácil que era acusar a alguien de brujería: bastaba con que hubiese una sequía muy prolongada, o la muerte de animales o que una enfermedad diezmara a una aldea para buscar un chivo expiatorio, y así culpar a enfermas (muchas solían ser epilépticas), a mujeres con verrugas, a antipáticas o ancianas que conocieran los misterios de las plantas. A cualquiera, en fin, que reuniera los rebuscados requisitos de ser bruja; y con el fin de conjurar los maleficios de estas personas, eran válidos los procedimientos más inhumanos, desde terribles sesiones de exorcismo hasta, por supuesto, formas de enterrar a las brujas.
Y aquí es donde nos detendremos un poco. Si bien los arqueólogos han descubierto numerosas tumbas con características especiales –que hoy se sabe que pertenecieron a brujas o hechiceras–, como la bruja de la Toscana, en Italia, o la de Lilias Adie en Escocia, podemos agrupar en tres las maneras de enterrar a las brujas: boca abajo, con objetos que taparan la boca o en fosas comunes, lejos del poblado. A algunas les colocaban encima una pesada losa, para “asegurar” que no pudiesen salir.
Considerando lo poderoso que podía ser el demonio, según los que se encargaban de enterrar a las brujas, resultan risibles esas precauciones, ya que no importaría qué, la bruja podría volver de la muerte.
Con respecto al entierro boca abajo, las creencias antiguas indicaban que el alma abandona el cuerpo a través de la boca. Cuando se enterraban a personas en esta posición, se pensaba que los espíritus impuros se verían impedidos de escapar y seguir amenazando y aterrorizando a los vivos. Pero también era una manera, la última, de humillar a quien tenía la desgracia de ser acusada de bruja.
En cuanto a colocar objetos en la boca, esta costumbre estaría relacionada con la misma creencia, pero con la particularidad de que se le estaría cerrando la boca. En la tumba de la bruja de la Toscana, por ejemplo, el esqueleto tenía varios clavos en la mandíbula: sin duda, una feroz prevención para que la mujer no profiriera más maldiciones o hechizos después de su muerte.
Asimismo, se han encontrado tumbas con huesos femeninos y ladrillos en la boca, para asegurarse de que no siguiera haciendo magia en el más allá. Recordemos que las palabras tenían mucho valor (aún lo tienen), y según esta lógica, habría que cerrarles la boca para evitar futuros males a los vivos.
Las fosas comunes eran eso, un sitio donde lanzaban los cuerpos sin ninguna señal. En el caso de las brujas, era recomendado enterrar sus cuerpos lejos de las aldeas o ciudades, preferiblemente cerca del mar o en los bosques, para que nadie supiese dónde reposaban sus restos y pudiesen seguir con aquellos ritos. Eso, en caso de que no hubiesen sido quemadas en la hoguera.
Desgraciadamente no hablamos de casos aislados. En Italia, particularmente, parece que hubo una gran “epidemia” de brujas –o de acusaciones de brujería, que no es lo mismo–, y se han hallado tumbas con alguna de las características que hemos descrito.
La pesada losa era para impedir que aquella peligrosa bruja pudiese ser resucitada… pero en muy pocos casos la colocaron, ya que era una indicación del entierro.
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