Para entender la enemistad entre Góngora y Quevedo tenemos que pararnos, un momento, en contexto: estamos en pleno siglo XVII, en los años dorados de las letras españolas, donde resonaban Lope De Vega y un Quijote enloquecido de tanta novela de gloriosos caballeros, un boom literario que envidiaban el resto de las naciones, con un Góngora que se había ganado su puesto a punta de versos en reverso, y el niño Quevedo, que apenas soñaba con fama alguna, sin tenerla.
La enemistad entre Góngora y Quevedo
El tejemaneje empezó por allá en los 1600, cuando la corte se mudó a Valladolid y los dos escritores coincidieron, pues la corte era siempre el mejor lugar para buscar fama literaria, además de algunas monedas que permitieran a los artistas hacer sus versos tranquilos. Para entonces, ya era bastante conocido el nombre de Luis de Góngora y Quevedo era apenas un muchachito que, se dice, aprovechó el momento para lanzar algunas flechas a Góngora para tratar de consolidar algo de fama: si lograba entrar en una disputa con un poeta consagrado, ganaría importancia él mismo.
Ahora bien, ¿había, genuinamente, razones de peso para esta enemistad? Sí. Como entre Diógenes y Platón, una brecha dividía las ideas de estos dos, pues mientras Góngora defendía el culteranismo, una corriente de la poesía que básicamente se enfocaba en hacer versos enrevesados, intensificando la expresión y saliéndose de la norma, mientras que, por otro lado, Quevedo se iba a lo simple, a los conceptos claros que buscaban, entre lo sencillo, lo hermoso.
Entonces, ¿qué pasó entre Góngora y Quevedo? La verdad es que no se sabe, cosa bastante común dentro del mundo literario, como ese puñetazo que Vargas Llosa le propinó a García Márquez hace unos 40 años, y que todavía no ha quedado demasiado claro. Pero de la disputa entre los dos poetas quedaron, al menos, unos cuantos buenos versos, y largos ramajes de historia que se entretejen.
Volvamos al contexto: año 1601, ciudad de Valladolid, cuarenta y un años tiene Góngora y Quevedo está en la veintena, este último empieza a sacar algunos versos, bajo el seudónimo de Miguel de Musa, contra Góngora, cuando la cosa todavía no había subido de nivel, y Góngora, siempre diestro, le replica en una disputa que, cuando sale a la luz, termina por tachar a Góngora de judío, cosa nada agradable en una España en la que la Inquisición todavía tenía fuerzas. Por otro lado, Quevedo, que tenía su afición a la bebida, pasa a ser apodado en las calles como Quebebo, ingenio que se le atribuye, por supuesto, a su enemigo.
Unos cuantas Frases de Góngora y sus versos se gestaron en tal animosidad, en los que solía atacar a Quevedo por su pies, diciendo:
Anacreonte español, no hay quien os tope,
Que no diga con mucha cortesía,
Que ya que vuestros pies son de elegía,
Que vuestras suavidades son de arrope.
Mientras, las Frases de Quevedo contenidas en sus versos no dejaban de señalar la nariz de su contrincante, por su tamaño y procedencia (presuntamente judía, según Quevedo), con versos como:
¿Por qué censuras tú la lengua griega
siendo sólo rabí de la judía,
cosa que tu nariz aun no lo niega?
Y así, en una enemistad que fue en escalada y que viajó de Valladolid a Madrid para extenderse, en fama y furia, por toda España, y alcanzó su punto más alto cuando Góngora, por dilapidador de dinero, según se dice, se vio forzado a vender su casa, por allá en la sesentena, y a mudarse arrendado en un piso de Madrid. Quevedo, al enterarse, no perdió la oportunidad y diligentemente adquirió la casa en la que Góngora vivía y, pacientemente, esperó a que este se atrasara en algún pago para, públicamente, echarlo de allí para luego «desgongorizar» la casa con una limpieza exahustiva, causándole una terrible vergüenza a un Góngora que ya estaba en sus últimos años de vida y dejando, para la historia, una de las mayores enemistades literarias de todos los tiempos.
Góngora y Quevedo, Quevedo y Góngora, quedaron juntos en la historia, enmarcados como poetas, pero también como grandes enemigos, tanto que resulta difícil entender muchos versos del uno si no se sabe lo que significó el otro. Esto puede quedar como una simple anécdota curiosa, pero debería ser también un llamado a la reflexión, una alerta respecto a cómo algo que comienza como una disputa simple, ya sea por una discordancia real o simplemente para llamar la atención, se puede convertir, lenta pero progresivamente, en un conflicto más y más álgido que puede terminar empañando una gran carrera.
«Leer es la completa eliminación del ego», escribía Virginia Wolf palabras tan acertadas como necesarias, incluso dentro del mundo literario y académico, del que a veces se supone más avanzado, moralmente correcto o maduro, pero en el que, para parafrasear a Wolf, a veces el ego también se pone erecto, y de eso no hay quien se salve.