Un par de décadas antes de concluir el segundo milenio, comenzaron a circular rumores sobre la proximidad del fin del mundo, posibilidad apocalíptica que ha sido explotada por los autores de best sellers, la televisión por cable y por el cine de Hollywood de maneras tan variadas que abarcan desde el apocalipsis bíblico, pasando por efectos colaterales del calentamiento global, hasta el fin al estilo de los dinosaurios: gracias a un asteroide o a extraordinarias tormentas solares que invierten los polos magnéticos y en consecuencia…; pero en Supercurioso no vamos a contaros la película, sino a hablaros de la vez anterior que pudo ocurrir un fenómeno similar, que además es característico del cristianismo: hablamos del año mil.
“Mil años hace que el sol pasa”
En su libro Año 1000, año 2000. La huella de nuestros miedos (publicado en español en 1995), el historiador francés Georges Duby confrontó nuestros miedos actuales con los que sentían los humanos del año mil, y las distintas culturas que se movían dentro y fuera del Occidente cristiano.
En un lapso que va del novecientos al año mil trescientos, los europeos vivieron muchas cosas, pero una de ellas no fue precisamente el miedo al fin del mundo. “Los terrores del año mil –señala este historiador– son una leyenda romántica. Los historiadores del siglo XIX imaginaron que la inminencia del milenio suscitó una especie de pánico colectivo, que la gente moría de miedo, que regalaba todas sus posesiones. Es falso”.
Nuestro fin de mundo de cada día
Aunque sí se esperaba el fin del mundo, esta espera no se circunscribía al año mil, tenía que ver con la segunda venida de Cristo, y para este advenimiento no había fecha ni hora señalada en los textos sagrados. Por ello se prestaba atención excesiva a cualquier cambio imprevisto en la rutina celeste, que era regida por Dios, como la aparición de un cometa o los eclipses; y se consideraba como un imperativo la conversión al cristianismo de todos los seres humanos como un paso fundamental para la llegada del nuevo reino de Dios, lo que favorecía el movimiento de las Cruzadas; y al mismo tiempo había un gran temor a invasiones e invasores que para el primer milenio se habían estabilizado un poco, como los vikingos en las costas, los sarracenos en el sur (y ya establecidos en la península ibérica), los húngaros en el oeste y, mucho más tarde, en 1300, los mongoles en el norte.
Tan lejos y tan cerca
La Europa del año mil era relativamente pobre, pero también había solidaridad y fraternidad entre los hombres y los niveles de miseria en las ciudades sólo comenzaron a crecer a partir del siglo XII. Había guerras, persecuciones religiosas y hambrunas esporádicas, pero también períodos de paz y prosperidad; todavía no había aparecido la peste, pero se temía a otras epidemias y enfermedades como la lepra, frente a las que se comportaban tan mal como lo hicieron varias sociedades modernas cuando surgió el sida.
Y seguramente también existía un moderado temor –y deseo– de un buen fin de mundo, como en la actualidad.
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