Lo llamaron el «Fusilado de Halachó», una figura que no solo forma parte de la historia más intensa de México y su revolución, sino que Wenceslao Moguel Herrera se alza también como uno de los hombres más extraordinarios del mundo. ¿La razón? Hacerle frente a la muerte. Sobrevivir, nada más y nada menos que, a un fusilamiento y el posterior disparo «de gracia».

¿Te gustaría conocer su increíble historia?

Wenceslao y la revolución mexicana

Esta historia tiene sus raíces en la época más convulsa de Revolución mexicana. Wenceslao vivía en Halachó, en la península de Yucatán, y como otros muchos jóvenes se había alistado sintiendo la necesidad de unirse a las tropas rebeldes para hacer frente a las fuerzas federales. La mayoría eran chicos muy jóvenes, todavía adolescentes que, a pesar de su espíritu enérgico y sus ansias de libertad, poco pudieron hacer por frenar el imparable avance del ejército nacional, que en aquel año de 1915, llegó a triplicarles en número.

¿Las consecuencias? Auténticos baños de sangre. Fue un 16 de marzo cuando un gran batallón de jóvenes rebeldes perdieron la vida, los que consiguieron huir fueron rápidamente apresados para, posteriormente, ser juzgados. Un juicio que apenas duró media hora y donde todos fueron condenados a muerte. Y era ahí donde estaba el protagonista de esta historia, Wenceslao Moguel Herrera.

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El día del fusilamiento y resurrección

Según él mismo explicó, se le incluyó en el que fue el último pelotón de fusilamiento del día. Su vida llegaba a su fin y lo aceptó con una mezcla de rabia y decepción, quizá como el resto de esos compatriotas que cómo él, luchaban y morían por su país. Su batalla estaba perdida, pero sin lugar a dudas, habrían más y con ansiadas victorias. Wenceslao escuchó perfectamente la orden de disparar y cómo sus compañeros, iban cayendo ante el impacto de las balas, el humo y la sangre. En algunas fuentes se cita que fueron ocho los disparos que recibió Wenceslao, en otras se explica que en realidad fueron tres: una en el lado derecho, sin tocar órganos vitales, otra en su brazo de este mismo lado y el último en el muslo izquierdo.

Pero aún quedaba el tiro de gracia, ese con el que el ejecutor se asegura de arrancar el último aliento de vida del moribundo con un «aparente» acto de misericordia. En el caso de nuestro protagonista no fue así, porque quedaba claro que aquel joven tenía que vivir, que tenía que agarrarse a la vida en un milagro nunca visto hasta entonces. El disparo le entró en la mandíbula saliéndole por el otro lado del rostro. El ejecutor no apuntó bien a la sien, donde era habitual dirigir el arma, así que sin recibir ningún disparo en un órgano vital, Wenceslao se desmayó creyéndose ya arrancado y llevado al mismísimo infierno.

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Wenceslao Moguel Herrera

El ejército no se detuvo a enterrar los cuerpos, se marchó a otra región y dejaron allí los cadáveres para que el amanecer los encontraran. Cuando el joven abrió los ojos hubo de quitarse de encima los cuerpos de sus compañeros, convencido de que aquello, era verdaderamente el infierno. 

Avanzó como bien pudo, conteniendo el dolor de sus heridas y de ese rostro, prácticamente destrozado. Hasta llegar a la casa de una mujer que lo atendió de inmediato buscando ayuda médica. Y se recuperó, desde luego que lo hizo, sus heridas se curaron, su espíritu recuperó las fuerzas a pesar de que el espejo le devolvía la imagen de una cara desfigurada. Pero ello no le impidió formar una familia y dejar que la fama y el reconocimiento lo encontrara a mediados de los años treinta. Fue Robert L. Ripley, un famoso personaje de la radio, quien se interesó por él y lo invitó a viajar a su museo de hechos curiosos y sorprendentes, en Cleveland, Ohio.

Allí Wenceslao Moguel, más conocido como «El fusilado de Halachó» contó su increíble historia, llegando a viajar incluso por varias poblaciones para dar testimonio de su relato. De esas cosas inconcebibles tan habituales en la raza humana.

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Wenceslao Moguel Herrera

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