¿Sabías que actualmente hay toda una corriente pedagógica, la neurodidáctica, la neuroeducación, que afirma sin temor a equivocarse que se aprende más y mejor cuando la emoción nos toca, cuando nos conmovemos –en el mejor sentido de la palabra–? Nuestro maravilloso cerebro es único, lo que significa que existe una neurodiversidad a la que hay que tomar en cuenta, tanto como se le da a la biodiversidad.
¡EMOCIÓNATE! Así se aprende más, según los expertos
Hablamos, claro está, de las emociones positivas, de aquellas que logran mover la curiosidad. La ciencia de hoy ha avanzado años luz en relación con lo que antes se pensaba que debía ser un aula de escuela. Los maestros y profesores deberían convertirse, hoy por hoy, en neuroeducadores, esto es, personas que aman lo que hacen y entienden el vínculo indestructible entre emoción y cognición como parte del diseño tanto anatómico como funcional del cerebro.
¿Qué significa esto? Sencillo: cualquier información sensorial, antes de procesarse en la corteza cerebral en sus distintas áreas, pasa primero por el cerebro emocional (o cerebro límbico); allí toma lo que podríamos llamar un color emocional. Sólo después de este primer proceso, las neuronas y las áreas de asociación crearán las ideas, los abstractos, que son los elementos básicos del pensamiento. Pero primero está la emoción, la sensación de placer o dolor, de malo o bueno.
Entender esto es fundamental para comprender los procesos cognitivos, pues ya al nacer el primer mecanismo cerebral que se activa es el de aprendizaje. De allí la enorme importancia de que los niños aprendan primero en la naturaleza, pues el contacto con el mundo físico hará que los códigos genéticos se pongan en acción: se aprende más con la naturaleza y con la emoción que se desprende de ver algo “en persona”.
Así, podemos advertirnos como seres emocionales, primero, y luego racionales. Y sociales después. Un profesor o maestro que capte este principio fundamental, logrará el enfoque emocional necesario para que sus estudiantes aprendan más y mejor: a los que nos gusta aprender cosas sabemos que aprendemos más cuando lo amamos, cuando nos dice algo, cuando nos resuena. La resonancia es importante porque lo que vibra en nuestra misma frecuencia se quedará con nosotros para siempre.
¿Has notado, si tienes hijos, cómo les brillan los ojos si están interesados, verdaderamente interesados, en algo? ¿Y cómo, pese a todo, se dedican en cuerpo y alma a eso? La curiosidad infantil no es gratuita, es producto de esa emoción. Y no sólo eso, se aprende más así a lo largo de la vida, por lo que ese dicho de “loro viejo no aprende a hablar” es completamente falso: aprendemos durante toda nuestra vida, siempre que nos emocionemos.
Porque es la emoción la que enciende el proceso de aprendizaje: gracias a ella surge la curiosidad, y después la atención. Si alguna vez has tenido la oportunidad de dar clases, habrás advertido que por mucho que exijas atención, si los muchachos no están interesados poco harás pidiéndola. Hay que provocar emoción en ellos, tocarlos de alguna manera, y así tendrás estudiantes atentos.
El profesor de Fisiología Humana y Fisiología Molecular y Biofísica, de las universidades Complutense y de Iowa, Francisco Mora, afirma que la curiosidad responde a circuitos neuronales distintos para diferentes curiosidades, pues no es lo mismo lo que él llama curiosidad perceptual diversificada –la que experimenta cualquiera ante algo nuevo y extraño–, que la curiosidad epistémica, que es la que nos empuja a buscar el conocimiento específico.
Y es exactamente lo que pasa con la atención, existen muchas: la atención básica o tónica (cuando estamos despiertos), la atención alerta ante un peligro, la atención orientativa (cuando buscamos a alguien o algo), la ejecutiva (cuando estudiamos), la virtual (que la usamos en los procesos creativos), la digital…
Frente a esto, ya una clase magistral no tiene ningún sentido. Lo dramático es que en casi todas las escuelas tradicionales del mundo, durante la escuela primaria el 50% del tiempo se basa en transmitir información de forma verbal, y cuando se llega al bachillerato aumenta hasta un 80%. La pasividad estudiantil está proporcionalmente relacionada con esta estrategia pedagógica. Si se aprende más emocionándose, es claro que así no se aprende nada.
Cuando comenzamos a procesar información, el cerebro lo hace desde el hemisferio derecho, que está más relacionado con la intuición, con las imágenes y con la creatividad; el procesamiento lingüístico no tiene casi peso, por lo que las charlas no funcionan. Otra vez, las clases magistrales no es que aburran, es que no son efectivas desde el punto de vista cerebral.
Es verdad que todo esto requiere de maestros y profesores verdaderamente comprometidos con la enseñanza, que amen lo que hacen, que se emocionen ellos también. Su propia creatividad se encenderá para dar clases distintas, con otro tipo de apoyo: mapas conceptuales, gráficos interactivos que requieran de la participación estudiantil, actividades que necesiten el trabajo colaborativo.
Estos maestros y profesores entienden la neurodiversidad, así como la importancia de los ritmos circadianos de cada persona, el sueño y su influencia en el estudio, y hasta el influjo que tienen factores como la arquitectura de la escuela, la luz, el color, la temperatura o la orientación de las aulas.
Y esto sirve no sólo para las escuelas o las universidades, funciona para cualquiera en cualquier momento de la vida. Emociónate, y verás que se aprende más. Te recomendamos leer sobre Summerhill, la escuela libre más antigua del mundo, sobre el mejor colegio del mundo y cómo se aprende en los jardines de infancia de Finlandia.