La imagen que encabeza este artículo nos ofrece, una vez más, un claro ejemplo de la vulnerabilidad del ser humano en todo conflicto bélico. En ella, podemos ver el uso de las máscaras de gas, casi imprescindibles durante la Primera Guerra Mundial. El uso de distintos tipos de gas como arma de ataque era una de las novedades militares más importantes en esta época, y de la cual, defenderse.

Ahora bien, si bien es cierto que se temió a «este enemigo invisible» durante todo el tiempo que duró el conflicto, el gas solo se llevó la vida de un 3% de los soldados en combate. La gran mayoría fallecían en la trinchera, y por la munición procedente de distintas armas, como por ejemplo, las ametralladoras.

Los que no perdían la vida, quedaban fatalmente mutilados. De hecho, el índice de heridas faciales fue tan elevado que se creó una unidad específica de reconstrucción facial para todos estos jóvenes soldados sin rostro.

Estamos seguros de que esta historia te va a interesar.

La esperanza de poder volver a la sociedad con un rostro

Para muchos, la muerte era más deseable que la deformidad física. La mayoría de las veces no bastaba con sufrir unas terribles heridas, laceraciones y amputaciones, uno de los mayores enemigos era sin duda las infecciones. En una época donde los antibióticos aún no habían hecho acto de presencia, y en ocasiones, no bastaba con la habilidad de los cirujanos para poder salvar y reconstruir un rostro humano. La vida pendía siempre del frágil hilo de la providencia, la suerte y unas buenas condiciones higiénicas.

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Fuera como fuera, eran miles los soldados que perdían sus rostros en las trincheras debido a esas lluvias incesantes de metralla donde la tecnología militar, parecía sin duda sobrepasar a la médica. Cada fractura era una herida abierta, cada soldado que corría en las zanjas de las trincheras, tenía un 70% de probabilidades de sufrir alguna herida facial.

Así pues, era de esperar que la medicina y en especial la cirugía estética y reconstructiva tuviera que dar pasos de gigante para poder ofrecer una calidad de vida a todos esos jóvenes, que lejos de desear volver a casa con sus familias, se negaban a salir de las áreas hospitalarias, ahí donde sus heridas, eran vistas con normalidad.

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Sir Harold Gillies fue un pionero en el dominio de la cirugía reconstructiva. Empezó sirviendo como médico de ambulancia en Bélgica, pero más tarde, viendo la imperante necesidad de ofrecer ayuda, desarrolló un área específica en colaboración con otros especialistas. O más que especialistas, «artistas». Una de sus colegas en el «Departamento facial de reconstrucción» de Londres, era una mujer. Kathleen Scott era una maravillosa escultora, viuda de un capitán fallecido en el frente que también estaba muy sensibilizada con este tema.

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Ambos, a modo de pequeña ironía llamaban a su hospital «The Tin Noses Shop», puesto que eran las narices lo que más se veían obligados a reconstruir en los rostros de los jóvenes heridos. No obstante, fueron miles los casos que atendieron y miles los hombres que al cabo de pocos años, pudieron recuperar la funcionalidad de sus caras, y disfrutar de una «aparente» normalidad.

Harold Gilles fue pionero en los injertos de piel, mientras que Francis Derwent Wood, otro de sus colegas, lo fue en el desarrollo y construcción de máscaras faciales para cubrir esos espacios insalvables que sumían a los pacientes, en estados depresivos muy graves. Sus propósitos eran básicamente ofrecer a los pacientes funcionalidad, seguridad en ellos mismos a la hora de mostrarse al mundo, y autosuficiencia. Y, sin duda lo conseguían, porque la vida de muchos de esos soldados pasó de una melancolía llena de derrotismo, a poder integrarse de nuevo con seguridad en la sociedad.

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Cabe destacar además que durante las intervenciones o durante la construcción de esas prótesis faciales, los pacientes pasaban sus días en instalaciones muy especiales. Se buscaba que estuvieran en un ambiente plácido, con luz y naturaleza para que su ánimo no decayera en ningún momento.

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Fueron muchos los soldados que se quedaron sin rostro durante la Primera Guerra Mundial, pero una buena parte de ellos, gracias a Sir Harold Gilles y su brillante equipo, pudieron darles una nueva oportunidad para vivir.

Una historia llena de esperanza que merecía la pena incluir en nuestro espacio. ¿Estás de acuerdo?

Y recuerda, si te ha gustado esta historia, conoce también la de John Merrick, el hombre elefante.