Hoy vamos a hablarte sobre una vigilante de campo de concentración nazi, Johanna Bormann (o Juana Bormann), que trabajó en diversas prisiones y campos y fue conocida por su crueldad.
Aunque decir que fue cruel no describe nada, porque todos (o casi todos, para no ser injustos) los que sirvieron como vigilantes de los campos de concentración se destacaron precisamente por su ferocidad y su gusto sanguinario.
“La mujer de los perros”, la sádica vigilante de Campo de Concentración nazi
Ése fue el apodo de esta desalmada vigilante de campo de concentración, “la mujer de los perros”, o “comadreja” –wiesel, en alemán–; el primero, porque solía atacar a las prisioneras con su perro pastor alemán, y el segundo quizá por su aspecto físico.
De pequeña estatura, esta mujer entró a servir a las SS en 1938 “para ganar buen dinero”, según sus propias palabras en el juicio que se le hizo en 1945; nació en 1893 en Birkenfelde, Prusia oriental, y comenzó a trabajar como empleada civil en las cocinas del campo de concentración de Lichtenburg, en Sajonia. Luego “ascendió” y trabajó como auxiliar femenina (SS Oberaufseherin) con 49 mujeres más. Al año siguiente, 1939, la asignaron a Ravensbrück, un campo femenino cercano a Berlín, y tres años después fue seleccionada para prestar servicios como vigilante de campo de concentración en Auschwitz, bajo las órdenes de Irma Grese –de quien te hemos hablado aquí en Supercurioso–, María Mandel y Margot Drechsel, terribles y temibles supervisoras.
Aunque sólo estuvo 7 meses en Auschwitz, fue aquí, precisamente, donde se ganó el apodo de “la mujer de los perros”, pues se paseaba con su hambriento pastor alemán y hacía que mordiera a las prisioneras que se mostraran débiles o incapaces de trabajar; muchas de ellas murieron a causa de mortales infecciones por las mordidas. Incluso la declaración de otra de las vigilantes, Helene Koper, la señala como “la persona más odiada del campo”, siendo ella misma, Helene, atacada por el perro; estuvo inhabilitada durante 6 meses en un hospital por las severas mordidas caninas.
En octubre del 42 fue trasladada a Budy, un campo más pequeño cerca de Auschwitz; y cuando los alemanes empezaron a perder, la enviaron a servir en el campo auxiliar de Hindenburgo, igualmente en Polonia. También sirvió desde el 15 de mayo hasta diciembre de 1943 en Birkenau. En enero del 45, fue transferida nuevamente a Ravensbrück, en Alemania, y en marzo obtuvo su última asignación, al campo de concentración de Bergen-Belsen, en este mismo país. En ese campo murió Anna Frank.
Allí obedecía órdenes de Josef Kramer, Elisabeth Volkenrath y otra vez de Irma Grese, quienes habían estado en BIrkenau también. Y allí fue donde el ejército británico, el 15 de abril, encontró 10.000 cadáveres, 60.000 sobrevivientes y tomó prisioneros a todos los que estaban a cargo, Juana Bormann entre ellos.
La crueldad de esta mujer, tristemente, era parecida a la de las otras vigilantes; más allá de su temible pastor alemán, Bormann pareció estar bien con esos impulsos oscuros que salen a la superficie en las guerras. No tuvo ningún problema en torturar a las prisioneras a su cargo, ni de mentir abiertamente en el juicio, negando reiterada y sistemáticamente su participación en las sanguinarias jornadas que se llevaban a cabo en cualquiera de aquellos campos.
No tuvo prejuicios contra la excesiva brutalidad con la que se trató a los prisioneros de los campos, no cuestionó ninguno de los métodos, por inhumanos que fuesen; no tuvo ningún reparo en herir de muerte a cientos de mujeres ni de enviarlas al Bloque 25 de Auschwitz –que significaba, invariablemente, la cámara de gas–.
Si leemos la transcripción del juicio, son espeluznantes las declaraciones de numerosísimos testigos, entre prisioneras y “colegas”, que hablan de sus ataques con el perro ante la más mínima provocación, desde estar insatisfecha con un trabajo en el exterior de los campos hasta no gustarle alguien. Las golpeaba en los rostros y les partía los dientes, las castigaba físicamente de diversas maneras, y siempre con su perro, por eso la llamaban “la mujer de los perros”, aunque ella negó que en Birkenau, al menos, lo tuviera consigo. Incluso dijo que una de las vigilantes se parecía a ella y que, tal vez, las confundían.
Imposible hacer caso omiso de la abundante evidencia hallada en su contra, proporcionada por prisioneros y por compañeros suyos, ante lo cual fue acusada oficialmente de crímenes de guerra y sentenciada a morir ahorcada.
Murió el 13 de diciembre de 1945, junto a Irma Grese y Elisabeth Volkenrath.
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