La prostitución en la era victoriana es mucho más compleja de lo que podríamos pensar. Fíjate que en el siglo XIX había más burdeles que escuelas en Inglaterra, lo cual te da una idea de que la prostitución era una actividad no sólo legal sino promovida en ciertos sectores sociales, ya que se creía que los hombres necesitaban «desahogar» sus deseos sexuales, reprimidos en la vida diaria.
Legal y promovida no es lo mismo que aceptada. A las prostitutas se les llamaba “mujeres perdidas”, y ejemplificaban lo que NO podía ser una señorita de bien. A pesar de ello, los cálculos de la época contaban a más de 80.000 “damas de la noche” viviendo solamente en Londres. Algo tendría de atractivo el “oficio más antiguo del mundo” para la sociedad inglesa.
La prostitución en la Era Victoriana, tan terrible como te imaginas
Primero que nada, la prostitución era un trabajo muy lucrativo para una mujer en aquella época (tal vez en todas). Las opciones que ellas tenían para sobrevivir, además de casarse con un “buen partido”, eran realmente pobres y muchos de los oficios tenían condiciones de trabajo bastante riesgosas.
Por lo general a ellas les pagaban muy poco; había vendedoras ambulantes (que solían acompañar y ayudar a los maridos en estos negocios de ventas), obreras en fábricas o atendiendo en tiendas. Cuando era afortunada, era porque servía en la casa de alguien. Incluso las que tenían más estudios hacían un triste promedio de 25 libras al año, muy por debajo de lo necesario para mantenerse ella o a sus hijos.
Frente a esto se alzaba la alternativa, la prostitución, que le permitía a una mujer trabajar menos y ganar más sin depender de un hombre. Así que si en aquella época una chica pobre tenía buenos vestidos, lo más probable es que fuera prostituta.
Bien es verdad que el trabajo para todas las prostitutas era similar, sin embargo existían niveles. Por ejemplo, el nivel más bajo de la prostitución en la era victoriana era el de las mujeres que trabajaban en los burdeles, ya que eran obligadas a dormir con el hombre que la madame le asignara, y además vivían en condiciones muy lamentables.
La “clase media” de las prostitutas la formaban las mujeres independientes que tenían sus propios apartamentos, o también las mujeres de la calle. Ambos «tipos» escogían sus clientes, lo cual significaba que ni madames ni proxenetas se quedaban con algún porcentaje de ganancia; sin embargo, no contaban con la protección de un prostíbulo o con los exámenes médicos necesarios.
La «clase alta» de las prostitutas eran mujeres lo suficientemente hermosas y educadas como para trabajar con clientes muy exigentes y exclusivos –aristócratas o miembros del Parlamento–, y usualmente trabajaban para un solo hombre, con el cual terminaban casándose.
Otra situación “curiosa”, por decir lo menos, era la de las esposas de los vendedores ambulantes, que al mismo tiempo que ayudaban al negocio familiar, ofrecían sus “servicios sexuales” allí, al lado de sus maridos. Éstos, contrariamente a lo que se pudiera pensar, estaban muy conformes con el arreglo que permitía un ingreso adicional. De hecho, muchos fungían como proxenetas de sus esposas.
La pobreza de la época promovía que mujeres solteras y pobres, como costureras, sirvientas o dependientas de tiendas, trabajasen ocasionalmente como prostitutas para complementar sus exiguos ingresos, aunque si llegaba a descubrirse que habían perdido la virginidad antes del matrimonio, eran repudiadas socialmente y condenadas a vivir una vida de prostitución.
Esta misma pobreza atacaba sin piedad y especialmente a los niños, que eran vistos por sus progenitores como la materia prima que les traería ingresos más altos. Así, para los años anteriores a 1885, la edad para trabajar era de 13 años, y como ya vimos en nuestro artículo sobre la infancia, el trabajo infantil era algo cotidiano. Hubo en aquella época un interesante periodista, considerado como el primer periodista de investigación, llamado W.T. Stead. Publicó un trabajo impactante, “El tributo de las doncellas de la moderna Babilonia” en la Revista Pall Mall, donde demostró lo fácil que era comprar la virginidad de una niña de 13 años. Era muy simple: con 5 libras comprabas a la hija de alguien, esta cantidad cubría el examen médico para asegurarse de que era virgen y luego una parte iba para el dueño del burdel. Los padres, generalmente alcohólicos, eran los que tomaban el dinero ganado por la niña como prostituta.
A continuación, el médico recomendaba a Stead que drogara a la chica con cloroformo para mantenerla inconsciente y evitar que luchara cuando la violara. Cuando el público leyó esta historia hubo un escándalo absoluto, y eso generó una enmienda a la Ley del Código Penal de 1885 que subió la edad a 16.
Pero entre adultos, las cosas siempre han sido parecidas. La prostitución en la era victoriana, como en la de ahora, incluía burdeles temáticos, que servían a los diversos deseos masculinos, constreñidos por la moral de la época y por la idea de que el sexo dentro del matrimonio era sólo para tener hijos.
Así, había burdeles de diferentes temas: para intercambio de ropa (o de roles), homosexuales y cuantos pudieran satisfacer las fantasías sexuales de los hombres. Por ejemplo, los burdeles de flagelación eran muy populares. También existían los especializados en ofrecer niñas vírgenes; la obsesión por la virginidad era tan sólo el temor a contraer enfermedades venéreas, y por eso había burdeles para los muy ricos en donde las niñas eran desfloradas.
Existieron también “catálogos”, a la manera de guías deportivas o comerciales, en donde se detallaba la edad de las prostitutas, así como su descripción física, su personalidad y, detalle muy importante, su precio. Una de las guías más importantes fue El oleaje de la noche a través de la metrópoli, que mostraba el mundo de la prostitución en la era victoriana como una actividad emocionante que un joven podía hacer si estaba de visita en Londres.
Un lado positivo para las prostitutas fue el examen médico obligatorio, pues para el siglo XIX las enfermedades venéreas eran tan peligrosas y mortales como la misma guerra. Así, en 1864, se aprobó la Ley de Enfermedades Contagiosas. El problema era que en las ciudades cercanas a las bases navales, cualquier mujer sospechosa de sufrir alguna enfermedad de transmisión sexual –aunque no fuera prostituta– era obligada a someterse a un examen médico; si se negaba podían atarla a una mesa para el diagnóstico, y si se descubría una infección la hospitalizarían forzadamente por un período máximo de tres meses. Claro que esto también significó una salud mucho mejor que para el promedio femenino de la clase trabajadora.
Pero junto a todo esto se podía intuir el lado fétido, aberrante y despreciado de la prostitución: los reformatorios. Si bien la prostitución en la era victoriana era legal, muchas prostitutas fueron detenidas por embriaguez pública o reunión callejera, comportamientos ilegales según cláusulas de la ley de la policía de 1847, y muchos de estos delitos eran penados con hasta un año de prisión.
Los reformatorios, como su nombre indica, eran para “reformar” a las mujeres perdidas, y a menudo fueron manejados por grupos religiosos. Para estas mujeres, el reformatorio era peor que la cárcel: estaban obligadas a permanecer allí un mínimo de dos años para demostrar su curación; las forzaban a sentir odio por sí mismas, por sus malas y egoístas acciones, y a pedir perdón a Dios. Las levantaban a las 5 de la mañana, oraban cuatro veces al día, asistían a los servicios religiosos dos veces diarias, hacían jornadas extenuantes de trabajo y las encerraban en sus habitaciones a las 8 de la noche. Como ves, la vida de una prostituta era de todo menos fácil. Te recomendamos la lectura de las prostitutas más famosas de la historia.