Creer o no en Dios o en los dioses: es cierto que en todas las culturas ha habido castigos severísimos a quienes reniegan de la fe, de cualquier fe. Ser ateo ha sido considerado demasiado peligroso para la sociedad, pues si no temes a Dios (a cualquiera) no le temes a nada, y no hay con qué amenazarte para que te comportes según las normas impuestas desde la institución del estado.
Así, pues, han surgido en todas las civilizaciones organizaciones que se encargan de buscar a los herejes, a los blasfemos, a los pecadores, a los infieles, y llámense como se llamen, reflejan las mismas cosas: manejo del poder y miedo a la diferencia. Pero el tema es muy, muy complejo, y merece, en cada caso, tratarse con atención. Hoy, hablaremos de la Inquisición.
¿Cómo se vivía bajo la Inquisición?
La Inquisición se fundó tan temprano como en 1184, al sur de Francia, para contrarrestar la ideología herética de los cátaros, un movimiento religioso de carácter gnóstico que se propagó rápidamente por toda Europa occidental, por ahí por el siglo X. La herejía era uno de los principales pecados de la Edad Media, que se castigaba con la muerte.
Languedoc, la provincia francesa donde surgieron los cátaros, pertenecía entonces al reino de Aragón, y en 1249 llegó allí la primera inquisición estatal, y después, ya con los Reyes Católicos, se uniría a la Inquisición española, bajo el control directo de la monarquía. Una de las diferencias entre la española y la Inquisición de los países protestantes fue que ésta no constituyó una institución específica, sino que para cada caso concreto se constituían tribunales regidos por el poder real o local.
En los comienzos del cristianismo, la herejía se castigaba con la excomunión: sencillamente eras expulsado de la iglesia, y aquí terminaba todo; pero cuando el emperador Constantino, en el siglo IV, impuso el cristianismo como religión estatal, los herejes comenzaron a ser vistos como enemigos del estado, y aquí la cosa no fue tan fácil.
A partir del siglo XII, tras la Cruzada contra los cátaros, se establece la Inquisición episcopal, y se dispuso el castigo físico a los culpables; pero en estos momentos, también sirvió para frenar abusos que estos procesos pudiesen generar en el poder civil, por lo que, mediante bula papal, se les exigió a los obispos intervenir activamente para eliminar la herejía, y se les dio poder de juzgar y condenar a los herejes de sus diócesis. Éste fue un paso en la unión macabra de iglesia y estado.
Asimismo, se pidió “ayuda” a “personas honestas” para que, una o dos veces al año, inspeccionaran las parroquias donde se sospechara la existencia de herejes, y exigieran tanto al obispo como a la comunidad señalar a los sospechosos que celebraran reuniones secretas o fueran distintos de lo que debían ser los fieles.
Sin embargo, seguía sin ser muy efectiva, ya que la gente continuaba con su vida normal, con sus «pecados» normales y sus actos normales. Por ello se creó la Inquisición pontificia, por Gregorio IX, dirigida directamente por el Papa y por las órdenes mendicantes, sobre todo los dominicos (de hecho, a esta orden monástica pertenecieron los autores del Malleus Maleficarum, el manual para reconocer a una bruja). Esto significó frenar la expansión de los tribunales inquisitoriales, ya que los obispos perdieron poder y jurisdicción frente a los organismos papales. El papa Inocencio IV, en 1252, autorizó la tortura para obtener confesiones, aunque recomendaba a los inquisidores “no excederse”.
Pero con la Inquisición española, ésta toma un giro despiadado; aunque ya existía en Aragón desde 1249, en Castilla se implantó en 1478, específicamente para extirpar las costumbres judaizantes de los judíos conversos de Sevilla; y además, dependía únicamente de los Reyes Católicos. En 1483 la Inquisición se extiende a otros reinos de la Corona, como Cerdeña y Sicilia, y luego a los territorios de América, y se nombró Inquisidor General a Tomás de Torquemada, iniciándose así una era de verdadero terror.
Pero, ¿cómo una persona normal, sin poder, vivía bajo la mirada amenazante e inquisitorial? Sí, lo adivinaste, con mucho miedo. Empezando porque cuando se establecía un tribunal del Santo Oficio, lo primero que se hacía era un juramento en donde los asistentes se comprometían a denunciar a cualquier persona que se considerase sospechosa, e incluso a denunciarse a sí mismos si acaso se sentían culpables… ¡horrible!
Las denuncias eran anónimas, y todas válidas, no hacía falta ninguna prueba. Bastaba con ir al tribunal y decir: “creo que mi vecina es hereje, o bruja”, o «escuché a Fulano de Tal proferir una blasfemia» para que al instante se abriera una investigación, y si se encontraba la más leve señal de culpabilidad, inmediatamente era apresado y sus bienes confiscados. Se le sometía a un cuestionario de 49 ítems y se le preguntaba si acaso sabía por qué estaba preso. Los acusados casi siempre ignoraban los motivos o a los delatores, y terminaban por lo general en la cárcel o, claro, torturados.
La Inquisición se valía de espías, de gente del pueblo, para “ubicar” las transgresiones, y lo que generaba era una absoluta desconfianza los unos en los otros, pues nadie sabía quién podría ser del Santo Oficio o no. Un método que minaba la solidaridad.
Sin embargo, sería injusto decir que la Inquisición tuvo tanto poder debido a estos espías o al temor al infierno. La verdad es que el común de las personas participaba activamente en estas delaciones, y por distintos motivos: por celos, envidia, antipatía, o por el gusto simple del poder. Y también, claro, por creer en un solo Dios.
La gente se adaptaba a las circunstancias, solía ser muy celosa de su privacidad –y con razón–, y se las arreglaba para transgredir las estrictas normas en la más absoluta discreción. En algunas oportunidades, emigraba. Como ocurre en cualquier régimen de terror.
La Inquisición paulatinamente perdió el poder, hasta que en 1821 fue abolida por completo, ¡gracias a Dios!
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